Durante años, El Salvador fue considerado uno de los países más violentos del mundo. Hoy, su gobierno asegura que lleva 700 días sin homicidios relacionados con pandillas, un cambio drástico impulsado por un estado de excepción y un sistema penitenciario extremo.
Hasta hace unos años, la violencia pandillera marcaba la vida cotidiana en El Salvador. Pandillas como La Mara Salvatrucha (MS-13) y Barrio 18 —dividida en dos facciones, “sureños” y “revolucionarios”— habían extendido su control por el país tras la deportación de miembros desde Estados Unidos. Estas organizaciones reclutaban jóvenes para cometer crímenes y se financiaban a través de extorsiones, dejando a la población aterrorizada por décadas.
Con la llegada de Nayib Bukele a la presidencia, en marzo de 2022 se implementó un estado de excepción que otorgó amplios poderes a las autoridades para detener, sin orden judicial, a personas sospechosas de estar involucradas con pandillas. A la par, se construyó una prisión de máxima seguridad: el Centro de Confinamiento del Terrorismo (Cecot), con capacidad para 40 mil reclusos, donde actualmente se encuentran miles de pandilleros detenidos.
El Cecot, ubicado en una zona aislada del municipio de Tecoluca, es una estructura imponente por dentro, aunque austera en su exterior. Al ingresar, cada persona —desde visitantes hasta los mismos prisioneros— pasa por estrictos filtros de seguridad que incluyen revisiones físicas y tecnología avanzada. Los ocho módulos que conforman la prisión están diseñados para mantener a los internos completamente aislados del mundo exterior y bajo constante vigilancia.
La vida dentro del penal es extremadamente rigurosa. Los reclusos, entre los que se encuentran líderes y miembros clave de las pandillas, duermen sobre planchas de concreto en celdas hacinadas. La luz nunca se apaga, el menú diario es siempre el mismo, y las actividades están estrictamente controladas. Los momentos de higiene y recreación, cuando se permiten, son mínimos y vigilados por custodios armados.
El diseño del Cecot asegura que pandilleros de grupos rivales convivan en el mismo espacio, aunque bajo un régimen tan estricto que el conflicto abierto parece imposible. Las celdas de castigo, utilizadas como último recurso, ofrecen condiciones aún más duras, con oscuridad total y aislamiento extremo.
Desde la implementación del estado de excepción, el gobierno asegura haber recuperado barrios y espacios emblemáticos que antes eran controlados por pandillas. Un ejemplo notable es el Centro Histórico de San Salvador, que ahora se ha convertido en un lugar de paseo para los ciudadanos y un atractivo turístico.
Sin embargo, este cambio no está exento de críticas. Expertos en seguridad, como Edgardo Amaya, destacan que, aunque la violencia ha disminuido drásticamente, el sistema presenta serios cuestionamientos. Las condiciones extremas en el Cecot no son reflejo de otras prisiones del país, donde el hacinamiento sigue siendo un problema, y existen denuncias de detenciones arbitrarias y desapariciones forzadas. Familias aún buscan a sus seres queridos, temerosas de que hayan sido víctimas de este régimen.
Los salvadoreños viven entre la esperanza y el temor. Para muchos, el estado de excepción ha significado un alivio frente al terror de las pandillas, aunque con el riesgo latente de ser víctimas de detenciones indiscriminadas. La aparente paz lograda no oculta la crudeza de la nueva realidad: las calles recuperadas contrastan con el silencio opresivo en las celdas de quienes una vez dominaron el país desde las sombras.
En este nuevo El Salvador, la seguridad tiene un costo elevado, uno que divide opiniones y plantea interrogantes sobre el futuro de los derechos humanos en la nación.